Anécdota # 27

Estaba obscuro y sólo podía distinguir el brillo de la carcasa del animal sobre mí.

Se movía ondulante entre mis piernas y yo ya no sabía dónde terminaba mi cuerpo ni dónde comenzaba mi mente.

 El calor reinante casi crea un incendio en la casa. Era como una respiración contenida, un vaho asfixiante que desembocaba en gemidos a boca abierta; alquimia que a partir de fluidos crea fuego.

Ese animal era un brujo; su saliva recorría mi cuerpo y se asentaba en mi boca.

Mi saliva era la suya.

Durante unos momentos ambos nos convertimos en un solo animal que portaba un aguijón, brillando como el charol, listo para inyectar su veneno, a la defensiva; tensos como un corazón a punto de estallar.

Él me miraba con placer y malicia. Me habló en mi lengua pero con un lenguaje que no entendí. Yo era sólo un cuerpo con la conciencia viajando a otra parte. Un recipiente acuerpado.

A veces, cuando volvía en mí, asomándome entre las convulsiones de placer y lo veía, me encontraba frente a un vórtex que giraba como un tornado, con resplandores causados por la carcasa, entrando y saliendo de mí frenéticamente.

 Un monstruo que leía mis pensamientos más deliciosos. Era un ser que quería devorar mi voluntad.

Después de un momento se separó de mí, cuando lo hizo, ambos comenzamos a flotar por encima de la cama y salimos por la ventana. Pude recuperar la cordura. Observé entonces todo lo que había a nuestro alrededor.

 Sorprendida, me di cuenta que la capacidad para maravillarme seguía existiendo en mí, a pesar de la edad, a pesar de las experiencias, del dolor; a pesar del cinismo que intentaba entrar en mí, provocado por tantos años de estar expuesta a la brutalidad de la vida adulta en el capital.

El cinismo no sólo nos desensibiliza, también crea brujería que no logramos comprender ni a controlar.

Él estaba callado con la mirada clavada a algo que yo no percibía; su piel seguía siendo la de un animal.

 La ciudad brillaba con la misma intensidad que el reflejo en el color negro de su carcasa.

 Seguí viendo los edificios e imaginé que sus luces eran situaciones en lugar de simples focos. Sincronías. Pequeños puntos creando una inmensidad de sensaciones. Acontecimientos simultáneos que pueden fragmentar el tiempo y el espacio.

Por un instante, mi piel dejó de ser carcasa. Volteé a ver al brujo y distinguí que estaba sonriendo de una manera muy genuina.

Sé que él sentía lo mismo que yo.

Sin embargo, experimentar todo esto juntos no nos acercaba más el uno del otro. No había nada dentro de nosotros ni de las circunstancias que hicieran que nos volviéramos íntimos. Sólo estaba un deseo, un deseo creado a partir de la alienación del sufrimiento, al miedo a la soledad, a la devoción ciega al placer… al cinismo. Todo eso había construido la carcasa brillante y no dejaría entrar ninguna esperanza. El desapego era lo único que nos unía pero también lo que nos separaba. Era como si camináramos sobre una cuerda floja: no podíamos poner demasiado peso o caeríamos al vacío; y si uno caía, el otro, desde arriba, se burlaría de su fracaso.

El fracaso de enamorarse.

Después de esa noche decidí no volver a verlo. Hablé con alguien de confianza y me dijo que preparara sal con laurel y me lo untara. Así lo hice, pero cada que veo por la ventana las luces de la ciudad durante la noche, siento que él está detrás de mí con su aguijón brillante y húmedo, listo, llamándome.


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